CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Andrés Manuel López Obrador asegura: “No hago milagros, pero sólo yo acabaré con la corrupción”. ¿Se da cuenta de la complejidad del desafío que enfrenta? ¿Tiene la estrategia necesaria para erradicar la corrupción –no sólo para combatirla–, algo que ningún país del mundo ha conseguido? ¿Basta con que él sea honesto –como se precia de serlo– para lograrlo? ¿Sus decisiones, actos y declaraciones avalan su compromiso de campaña?
Rojo escarlata. Ese es el color de México en el mapa del mundo publicado el pasado miércoles 21 por Transparencia Internacional para dar a conocer los índices de percepción de la corrupción en 180 países. El rojo escarlata corresponde a las naciones con mayor corrupción, a excepción de los marcados con rojo carmín, categoría a la que sólo pertenecen 12 de ellas: seis africanas, cinco del Medio Oriente y una de América Latina: Venezuela.
México ocupa el lugar 135, con una calificación de 29 puntos sobre 100, el máximo puntaje, equivalente a la ausencia total de corrupción. Ningún país alcanza tal nivel. La más alta calificación la tiene Nueva Zelanda, con 89 puntos, seguida por Dinamarca, 88, y Finlandia, Noruega y Suiza con 85 puntos. Sólo 12 países obtuvieron más de 80 puntos, aparte de los ya mencionados: Singapur, Suecia, Canadá, Luxemburgo, Países Bajos, Reino Unido y Alemania. ¿Lo sabe López Obrador? ¿Se da cuenta de la desmesura de su promesa?
Como es usual, México va en descenso: perdió un punto y seis lugares (pasó del 129 al 135) respecto al año pasado. En América Latina y el Caribe, México es de los peor evaluados. Está muy por debajo de Uruguay (lugar 23, con 70 puntos, el mejor calificado de la región), Chile (lugar 26, 67 puntos) y Costa Rica (lugar 38, 59 puntos); lejos de Argentina (lugar 85, 39 puntos), Brasil y Colombia (lugar 96, 37 puntos) y al mismo nivel de República Dominicana, Honduras y Paraguay. Además, México ocupa el peor sitio entre los países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y el G20. ¿Será capaz Súper Andrés de revertir esta tendencia y, en seis años, convertirnos en la Nueva Zelanda o Dinamarca de América Latina? ¿Se da cuenta de que Venezuela está en la zaga mundial del combate a la corrupción?
El tema central de las ofertas de campaña de los tres contendientes es el combate a la corrupción. Hasta ahora, la propuesta del candidato de la coalición Juntos Haremos Historia es la más osada y la más disparatada.
Más que en cualquier otro tema de su oferta de gobierno, Andrés Manuel López Obrador ha hecho alarde de incongruencia, ambigüedad y ligereza respecto a su compromiso de erradicar, no sólo combatir, la corrupción. Ha exhibido un voluntarismo, rayano en el pensamiento mágico, que revela su proclividad a la toma de decisiones unipersonales –es decir, arbitrarias– a la usanza del autoritarismo presidencial, manteniendo el poder de decidir a quién se juzga por corrupción y a quién no, con total desdén por el orden jurídico e institucional sobre la materia.
Hace año y medio, en agosto de 2016, el amo de Morena hizo una declaración descabellada de la cual, hasta ahora, no se ha retractado: Ofreció una “amnistía” a los corruptos. Sin importarle la incongruencia con su discurso –“nada ha dañado más a México que la corrupción y la impunidad”–, declaró que perdonaría a quienes han lucrado impunemente del erario “porque los que se necesita es justicia, no venganza. No odiamos a nadie”. Su incoherencia confunde la aplicación de la ley con venganza, odio y rencor, erigiéndose juez y redentor de delincuentes. Remito a mi artículo titulado AMLO: Amnistía a corruptos (Proceso 2078), El salvador de almas perdidas no sólo ofreció amnistía a los corruptos de cuello blanco, sino también a los capos del narcotráfico que son los causantes no sólo de la violencia criminal, también de la corrupción a gran escala que padecemos. La frivolidad con la que externa sus ocurrencias es evidente y no debiera quedar impune.
Con el mismo desparpajo, el político de Macuspana ha resumido en una frase propia del trabajo doméstico su solución para acabar con la corrupción. Basta con que el presidente sea honesto, él ya se siente lo primero y se precia de lo segundo. “Como las escaleras, la corrupción se barre de arriba para abajo”, asegura. Aparte de superficial, la expresión la tomó de Felipe Calderón, quien la usó sin éxito, claro, cuando era presidente.
López Obrador revela no sólo ignorancia sobre el tema, sino desprecio por las leyes e instituciones indispensables para hacerle frente. No muestra interés alguno en adentrarse en la complejidad del problema ni en las estrategias diseñadas y probadas por instituciones internacionales, como la OCDE, Transparencia Internacional o el World Justice Project. Las libertades democráticas, en especial la de expresión, son indispensables en el combate a la corrupción.
Ensoberbecido por la prematura certeza de su triunfo, se ufana de que él solo erradicará la corrupción. Haga lo que haga, diga lo que diga, López Obrador se siente invulnerable. No lo es. Él y sus feligreses sienten que su triunfo en las urnas está asegurado. No lo está.
Aunque su obnubilación –causada por el poder que aún no tiene– le impida el mínimo asomo de autocrítica, hay decisiones, actos y declaraciones que cuestionan su credibilidad y sensatez. Cinco ejemplos: 1) López Obrador y su partido son asiduos practicantes de la opacidad (Proceso 2144, 3 de diciembre e 2017). La transparencia no es su fuerte, 2) Su declaración patrimonial es inverosímil, 3) Su nepotismo ha sido exhibido, 4) Su silencio sepulcral respecto al líder petrolero y paradigma de la corrupción sindical, Carlos Romero Deschamps, es un silencio cómplice, y 5) Prometer acabar con los fueros y ofrecérselo al exlíder minero Napoleón Gómez Urrutia, quien además defraudó a sus agremiados por 55 millones de dólares, es cinismo puro y duro.
Solapar al corresponsable del accidente en Pasta de Conchos, donde murieron 65 mineros, es inmoral. Por todo ello, la promesa de AMLO de acabar con la corrupción, además de inverosímil, suena incongruente e irresponsable.