(Proceso).- La idiosincrasia es el conjunto de ideas, creencias, actitudes y costumbres que identifican a un individuo y definen tanto su carácter como su comportamiento. Son las características constitutivas de la persona, las cuales lo obligan a pensar y actuar de un modo determinado; por ello es muy difícil, si no imposible, cambiarlas. José Ortega y Gasset decía que mientras las ideas las pensamos, somos las creencias. Del mismo modo, somos la idiosincrasia. Las ideas son resultado de la reflexión y por ende pueden variar; en cambio la idiosincrasia, al igual que las creencias –morales, religiosas o políticas–, generalmente son incuestionables e inamovibles. Una de las características centrales de la idiosincrasia de Andrés Manuel López Obrador es la intolerancia. Ello se ha confirmado de manera reiterada desde que se autonombró candidato de Morena, partido creado y dominado por él mismo. Todo aquel que disienta u ose criticarlo es fulminado con descalificaciones e insultos. O se es “mirona profesional” (como le dijo a Carmen Aristegui) o calumniador al servicio de la mafia del poder (como le increpó a José Cárdenas) o “mal escritor dedicado a explotar la ignorancia y el conservadurismo de la sociedad” (como le espetó a Francisco Martín Moreno) o secuaz de la mafia del poder y articulista conservador con apariencia de liberal (como llamó a Jesús Silva Herzog). De igual forma, se refirió al diario Reforma como “periodismo fifí”.
La tenaz intolerancia a la crítica del candidato de la coalición Juntos Haremos Historia es reproducida con creces por sus devotos y –con mayor violencia y vulgaridad– a través de las redes sociales, manejadas con maestría trumpiana. Al mismo tiempo, los incontrolables exabruptos intolerantes del político tabasqueño reafirman su total incapacidad para la autocrítica. Ello implica riesgos, en especial para la libertad de expresión. Al ser constitutivos de la persona, hay defectos que no se quitan sino se agravan cuando el individuo se siente agredido y, sobre todo, cuando aumenta su poder. Por eso, aunque López Obrador ha dicho que no habría casos como el de Aristegui durante su gobierno, su natural inclinación de agredir a sus críticos permite imaginarlo como un presidente que utilizaría el inmenso poder de su cargo para intimidar, cooptar o coaccionar a periodistas y dueños de medios de comunicación que disientan de sus mandatos. Como siempre lo ha hecho el autoritarismo mexicano. Intolerancia y democracia son incompatibles, la intolerancia conduce al autoritarismo. Recordemos algunas de las características de la “personalidad autoritaria”, descritas por Theodor Adorno: Rigidez mental normada por convencionalismos, estereotipos y prejuicios; agresividad hacia lo que no se ajusta a su estrecha visión del mundo, exigencia de obediencia ciega y hostilidad ante los que se niegan a someterse; intolerancia, cinismo, pensamiento primario negado a la abstracción y el raciocinio, así como egocentrismo y megalomanía. Juzgue el lector si algunas de ellas se ajustan al personaje en cuestión. Al ser un político pragmático, López Obrador no tiene propiamente una ideología sino una serie de prejuicios ideológicos derivados principalmente del nacionalismo revolucionario que él parece decidido a revivir. Es un hombre que mira al pasado, resuelto a rescatar ideas trasnochadas. Este es otro elemento fundamental de su idiosincrasia. Ejemplo de ello es su propósito de revertir la reforma energética –que empieza a dar buenos frutos–, lo cual requeriría de una reforma constitucional que para ser aprobada exige del voto de dos tercios del Congreso. Además de los altos costos que tendría que pagar el erario por concepto de indemnizaciones, tal decisión causaría un desprestigio internacional aún más costoso, así como el estancamiento de la industria petrolera. Aferrarse a sus prejuicios ideológicos es otra característica de la idiosincrasia obradoriana. Su deseo de emular a Lázaro Cárdenas no sólo se inspira en su política social y la expropiación petrolera, sino en la política de masas desarrollada por el general como parte de la estrategia para consolidar el presidencialismo, elemento esencial del régimen autoritario posrevolucionario. Por eso he mencionado que la sombra del caudillo-presidente no se ha disipado. Haber recorrido todos los municipios del país le ha permitido a López Obrador arrebatarle al PRI amplios sectores de lo que antes era el voto duro (y comprado) del tricolor en las zonas de más bajos ingresos del país para crear una base sólida de votantes, mediante la promesa de sacarlos de la pobreza. Su oferta es política y moralmente necesaria, además de electoralmente atractiva, aun cuando lograr ese propósito sea mucho más complejo de lo que él parece suponer. No obstante, son indudables la perseverancia y habilidad del político tabasqueño, que sigue encabezando las encuestas. Hace dos semanas escribí en este espacio que el mayor fardo que carga José Antonio Meade es el rechazo ciudadano al presidente Enrique Peña Nieto –quien lo nombró candidato– y al PRI, que lo abandera, aunque no acaba de aceptarlo. En contraste, el mayor fardo de Andrés Manuel López Obrador es él mismo: su idiosincrasia. Sus incongruencias como condenar ferozmente a la mafia del poder y, al mismo tiempo, ofrecer amnistía a los corruptos. Sus ocurrencias como la de cancelar la construcción del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México o simulaciones como la de su inverosímil declaración patrimonial. Y la visión de sí mismo como redentor. Todo ello forma parte de la idiosincrasia del candidato de la coalición Juntos Haremos Historia. Es probable que Andrés Manuel López Obrador sea el próximo presidente de México, pero es casi imposible que cambie su idiosincrasia. Hay defectos, como la intolerancia, capaces de anular todas las cualidades que pudiera tener cualquier gobernante. Por ello, sería lamentable que el dueño de Morena venciera a sus adversarios en las urnas sin antes haberse vencido a sí mismo.

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